Pablo Tarrero

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Una pared, otra y muchas paredes que denuncian

 

 

 

¿Orificios de balas? ¿Sesos incrustados? ¿Contrapublicidad? ¿Salpicaduras de neumáticos? ¿Sangre? ¿Grasa? ¿Agenda de teléfonos? ¿Paredón? ¿Actos de última voluntad? ¿Rúbrica de reclusos? ¿Conjuros? ¿Testimonios? ¿Sexo rápido? ¿Consignas? ¿Cicatrices de la Historia? ¿Pedestal? ¿Grafiti? ¿Catarsis? ¿Minimalismo? ¿Verdades silenciadas? ¿Qué vehemente obsesión por rescatar la identidad en tiempos de cita a ciegas, de extremismos, de lavados de cerebros, de crisis, de obsolescencias programadas, de nuevo orden y del creciente liderazgo de lo insubstancial? Es sabido que vemos, escuchamos, decimos, y por ende, interpretamos lo que más se aproxima a nuestro ideal, a nuestra concepción del mundo, junto a la medida en que nuestros miedos y fantasías nos configuran la realidad.

 

Es preciso hacer un stop y analizar más de una vez para admitir que observamos cada vez menos, a pesar de codiciar tan vehementemente el cuestionable progreso de esta Era de la Globalización, a pesar de tener al alcance tantos medios de informativos, redes sociales, blogs, etc. Pero lo cierto es que basta sólo echar un vistazo para rendirse ante las dramáticas evidencias y constatar el resquebrajamiento de nuestra falsa idea de progreso en el orden humano, y para vislumbrar lo que pudiera ser hoy nuestro mundo, nuestra civilización según nuestro nivel de desarrollo tecnológico alcanzado en pos de la humanidad y no en pos de incrementar el consumismo, que sumerge al hombre en un océano de complejas insatisfacciones.

 

¿Cómo puede ser fidedigno aquello que se inculca sin argumentos, y que a la vez nos esclaviza?

 

Pablo Tarrero, fotógrafo de “extraña sensibilidad”, como tiene que poseerla aquél que busca y nos busca en la verdad más difícil. Él habla en muchas lenguas, puede viajar, peregrina, mal come entre las páginas del rito, huye de la hoguera no para salvarse, sino para arder en ella, rescatando los indicios de la ruta perdida de tantas generaciones, y aporta a sí y a los demás su propósito y responsabilidad como hombre y artista que es. No se puede justificar la existencia con espejismos, frenesíes o empeños vacíos, hay que dejar la huella del corto y gran riesgo que implica vivir. “Hay que sentir la humedad de los muros, los gritos que sangran de ellos, y besar el plomo para valorar y abrazar, en medio del dolor, la paz”, nos dice el artista. Y sin recelo yo le creo.

 

Sus hallazgos son la biopsia del contexto de donde fueron captadas estas diversas imágenes reproducidas, son piezas impregnadas de arcaicas civilizaciones, elegidas por su telescópica inquietud, que se atrinchera en medio del fuego para remover el drama humano y oprimir con clarividencia el obturador. Quien mira estas dactilares del tiempo de Nablus desdeña o afirma su compromiso con la cultura y la identidad. Obsérvelas y de golpe vendrían aquellas pesadillas goyescas a la memoria, a la conciencia.

 

Si observamos las paredes de Pablo puede parecernos aparentemente algo fatuo, incipiente... pero ojo, sucede como en el ojo del huracán, la calma aparente distrae al observador poco avezado, con lo cuál no significa calma, sino más bien el presagio del caos que acontecerá. Y allí él para demostrarlo. El artista tiene que ser categórico. Sin saber lo que nos sacude, hurga y participa, nos hace un aliado sustancial de sus visiones o premoniciones. Él zanja las marismas del poder. El lodo le da hasta las narices. Resiste. Sabe que en el fondo están los Naipes de la gran jugada. El aire es irrespirable. Persevera. Desde allí nos remite a la arcilla vital desde donde tiene que brotar la creación de los artistas de verdad.

 

Él no es San Pablo, pero en su alma, como en la de San Sebastián, la espina le desgarra, sangra, afirma y expresa su necesidad de más luz, lo cual le hace incondicionalmente un ciudadano del mundo, alpinista de su propio cosmos perfectible. Es un viajero que está en la encrucijada de los que sufren y tiene que dejar constancia de ello. La Habana, Mallorca, Verona, Arles, Berlín, India... tienen en su imaginario y en su carne partículas de sus transculturaciones.

 

Él, su obra y la realidad nos dicen “Basta de engaños. Despertad. Las bestias no se han ido nunca, están aquí y ahora con nosotros.” Las imágenes nos obligan a conectarnos con ellas, a engrasar la tan socorrida maquinaria del olvido y a vernos en ellas como transeúntes del desvarío, como dueños de nuestros destinos.

 

Tanto para Tarrero como para mí queda claro la implicación y riesgo de ser un excavador, de ser un trashumante próximo al mayor desafío. Pablo es el chamán que hechiza cual faquir las cicatrices de los muros, las paredes, de ese pretexto de distancia latente. Sabe mucho de lo que ellas saben cómo autoras o coautores, por eso el artista se empeña en traer a la conciencia el horror, el placer, el pasado, para proponernos una cita con la responsabilidad de la humanidad y desvelarnos las muchas pretensiones de una cultura en decadencia. Si las paredes hablasen cuantas cosas contarían. Por ejemplo, que no habrá pan para el naufragio ni garantías para el retorno. Pero también contarían que en las creaciones de Pablo Tarrero puede uno suspirar de amor, de fe, de esperanza, recostado sobre una pared cualquiera del universo.

 

 

Jesús Lara Sotelo, España, 2014

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